jueves, 19 de noviembre de 2015

“Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”


¿Cuál es uno de los puntos positivos de la novela histórica? Despertar en el lector el ánimo de descubrir el sustrato real de lo que en ella es presentado. Una de las mejores novelas históricas a mi parecer es El nombre de la Rosa, de Umberto Eco. Llegamos en compañía de Guillermo y Adso, en mitad de la bruma y a través de la nieve a una abadía benedictina en el siglo XIV. Hay numerosos puntos positivos en la obra, que cuenta con años de investigación detrás, pero un aspecto llama la atención a un amante de la lectura: la biblioteca. Un templo del saber, pagano y religioso, laberíntico, lleno de incienso y seres demoniacos, que no se sabe si son reales o fruto de la mente. Tomos perdidos hoy en día de Aristóteles, matemática árabe, ciencia oriental, secretos desde los albores del mundo, pueblan sus estanterías y alimentan la imaginación del lector de la novela, que sueña con una noche (sí, es necesario ir de noche para recorrer con libertad y susto los pasillos, experimentando alucinaciones) de conocimientos prohibidos en esas salas.

Esto me llevó a querer saber cómo eran las bibliotecas realmente en los monasterios medievales. Antes de la decadencia de los monasterios en Europa durante la Baja Edad Media, en favor de las catedrales, las ciudades y las universidades como centros de formación, los principales núcleos del conocimiento eran las bibliotecas monásticas. Los monasterios poseían una colección muy menguada de tomos, principalmente de carácter religioso respondiendo a su utilidad en los oficios diarios. En el scriptorium se desarrollaba la copia de estos manuscritos, que sólo los monasterios de gran importancia tenían de forma numerosa.

El resto de abadías contaban en su mayoría con textos jurídicos, documentos que justificaban sus propiedades, de naturaleza archivística. Inicialmente estos escritos se guardaban en pergaminos sueltos, pero para evitar la pérdida empezaron a copiarse en cartularios, grandes y pesados tomos que se llamaban también tumbos, ya que por sus dimensiones tenían que guardarse tumbados en posición horizontal. Estos fueron los fondos iniciales de toda biblioteca monástica, conservados en el armarium sin contar en los estadios iniciales con salas específicas donde estuvieran guardados y catalogados. Los armarium se encontraban en el scriptorium y el encargado de su conservación era conocido como antiquarius o bibliothecarius. Hasta el siglo XII no se destina un lugar específico a la conservación de los libros, o como espacio de lectura. Los monjes leían en su celda y el bibliotecario anotaba quién tenía cada códice para el control de los fondos

El libro por antonomasia que todo monasterio poseía independientemente de sus características era la Biblia, junto con, en la mayoría de las veces, el libro de la regla que regía en la comunidad. Además, casi todas las bibliotecas contaban con el Fuero Juzgo, un tomo sobre derecho canónico y secular.  En una segunda categoría, las bibliotecas de mediana entidad tenían ejemplares traducidos al latín de los Padres de la Iglesia, siendo más frecuentes las obras de San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio o San Juan Crisóstomo. Por último, las bibliotecas más completas tenían, con el fin de mejorar la gramática y la redacción de los monjes, libros de la Antigüedad clásica, conservando su saber y posibilitando su llegada hasta la actualidad.

Las bibliotecas podían aumentar sus fondos de diversas maneras. El comercio de libros era inexistente. El fundador de la abadía solía proporcionar los libros litúrgicos en el momento inicial. Los demás libros podían adquirirse bien por donaciones de señores especialmente piadosos, que los legan en vida o de forma testamentaria, o bien a través de monjes que al viajar, traían ejemplares para la biblioteca. Era corriente solicitar préstamos a otros monasterios de la zona para la copia de códices, otro medio importante para ampliación de fondos, y para la difusión cultural europea en general.

Uno de los peligros más dañinos en la conservación de los libros era la humedad. Por este motivo, los monjes agustinos utilizaban armarios de madera con tablas horizontales y verticales que separaban espacios para la colocación de los tomos y facilitar así la localización. Las tablas se distinguían con letras y el monje encargado de la biblioteca tenía como obligación saber qué ejemplares había en cada estante, así como revisar periódicamente su buen estado de conservación. Los demás monjes no podían coger ningún libro sin notificárselo al bibliotecario y mucho menos llevarlo a sus habitaciones o cambiarse los tomos entre ellos sin comunicarlo (ya que el encargado apuntaba en tablillas de cera quién usaba cada ejemplar).

El libro y la lectura tenían un papel fundamental en la vida monástica durante la Edad Media. Sin embargo, en el contexto en el que se enmarca la novela de El nombre de la rosa, la potencia como núcleo de formación y conservación de la cultura recaía en las universidades, que ya contaban con un importante desarrollo en la ciudad, en contraposición con la decadencia de las abadías. La conservación de libros durante el medievo en los monasterios facilitó, en épocas de analfabetismo y hambruna (por muy escasos que fueran los fondos de sus bibliotecas), la pervivencia de saberes que han llegado hasta la actualidad. Cualquier mente inquieta, con anhelo de una formación filosófico-cultural encontraba en las bibliotecas monásticas su lugar. Pese a las diferencias con la fantasía de la mente de Umberto Eco, estos lugares eran centros de meditación, de enriquecimiento espiritual, focos de peregrinación y depósito de la doctrina. El aura especial del libro, por su rareza, el saber que contiene, su dificultad y su ardua preparación, se ha perpetrado hasta la actualidad, al igual que la atmósfera de la silenciosa biblioteca en la cual, de forma individual pero en comunidad, el estudiante se edifica interiormente en un camino ascensional e inagotable hasta el saber.

“Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”, Jorge Luis Borges


CARDENAL MONTERO, E., “El scriptorium altomedieval como vehículo de transmisión de la cultura”, en: La enseñanza en la Edad Media (J. I. de la Iglesia Duarte, coord.) (Actas de la X Semana de Estudios Medievales. Nájera,  1999), Logroño, 2000, pp. 403-413


ESCOLAR SOBRINO, H., Historia de las bibliotecas, Madrid, 1985

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