¿Cuál es uno de los puntos positivos de la novela histórica?
Despertar en el lector el ánimo de descubrir el sustrato real de lo que en ella
es presentado. Una de las mejores novelas históricas a mi parecer es El nombre de la Rosa, de Umberto Eco.
Llegamos en compañía de Guillermo y Adso, en mitad de la bruma y a través de la
nieve a una abadía benedictina en el siglo XIV. Hay numerosos puntos positivos
en la obra, que cuenta con años de investigación detrás, pero un aspecto llama
la atención a un amante de la lectura: la biblioteca. Un templo del saber,
pagano y religioso, laberíntico, lleno de incienso y seres demoniacos, que no
se sabe si son reales o fruto de la mente. Tomos perdidos hoy en día de
Aristóteles, matemática árabe, ciencia oriental, secretos desde los albores del
mundo, pueblan sus estanterías y alimentan la imaginación del lector de la
novela, que sueña con una noche (sí, es necesario ir de noche para recorrer con
libertad y susto los pasillos, experimentando alucinaciones) de conocimientos prohibidos
en esas salas.

Esto me llevó a querer saber cómo eran las bibliotecas
realmente en los monasterios medievales. Antes de la decadencia de los
monasterios en Europa durante la Baja Edad Media, en favor de las catedrales,
las ciudades y las universidades como centros de formación, los principales
núcleos del conocimiento eran las bibliotecas monásticas. Los monasterios
poseían una colección muy menguada de tomos, principalmente de carácter
religioso respondiendo a su utilidad en los oficios diarios. En el scriptorium se desarrollaba la copia de
estos manuscritos, que sólo los monasterios de gran importancia tenían de forma
numerosa.
El resto de abadías contaban en su mayoría con textos
jurídicos, documentos que justificaban sus propiedades, de naturaleza
archivística. Inicialmente estos escritos se guardaban en pergaminos sueltos,
pero para evitar la pérdida empezaron a copiarse en cartularios, grandes y
pesados tomos que se llamaban también tumbos, ya que por sus dimensiones tenían
que guardarse tumbados en posición horizontal. Estos fueron los fondos
iniciales de toda biblioteca monástica, conservados en el armarium sin contar en los estadios iniciales con salas específicas
donde estuvieran guardados y catalogados. Los armarium se encontraban en el scriptorium
y el encargado de su conservación era conocido como antiquarius o bibliothecarius.
Hasta el siglo XII no se destina un lugar específico a la conservación de los
libros, o como espacio de lectura. Los monjes leían en su celda y el
bibliotecario anotaba quién tenía cada códice para el control de los fondos
El libro por antonomasia que todo monasterio poseía
independientemente de sus características era la Biblia, junto con, en la
mayoría de las veces, el libro de la regla que regía en la comunidad. Además,
casi todas las bibliotecas contaban con el Fuero
Juzgo, un tomo sobre derecho canónico y secular. En una segunda categoría, las bibliotecas de
mediana entidad tenían ejemplares traducidos al latín de los Padres de la
Iglesia, siendo más frecuentes las obras de San Agustín, San Jerónimo, San
Ambrosio o San Juan Crisóstomo. Por último, las bibliotecas más completas
tenían, con el fin de mejorar la gramática y la redacción de los monjes, libros
de la Antigüedad clásica, conservando su saber y posibilitando su llegada hasta
la actualidad.
Las bibliotecas podían aumentar sus fondos de diversas
maneras. El comercio de libros era inexistente. El fundador de la abadía solía
proporcionar los libros litúrgicos en el momento inicial. Los demás libros
podían adquirirse bien por donaciones de señores especialmente piadosos, que
los legan en vida o de forma testamentaria, o bien a través de monjes que al
viajar, traían ejemplares para la biblioteca. Era corriente solicitar préstamos
a otros monasterios de la zona para la copia de códices, otro medio importante
para ampliación de fondos, y para la difusión cultural europea en general.
Uno de los peligros más dañinos en la conservación de los
libros era la humedad. Por este motivo, los monjes agustinos utilizaban
armarios de madera con tablas horizontales y verticales que separaban espacios
para la colocación de los tomos y facilitar así la localización. Las tablas se
distinguían con letras y el monje encargado de la biblioteca tenía como
obligación saber qué ejemplares había en cada estante, así como revisar
periódicamente su buen estado de conservación. Los demás monjes no podían coger
ningún libro sin notificárselo al bibliotecario y mucho menos llevarlo a sus
habitaciones o cambiarse los tomos entre ellos sin comunicarlo (ya que el
encargado apuntaba en tablillas de cera quién usaba cada ejemplar).
El libro y la lectura tenían un papel fundamental en la vida
monástica durante la Edad Media. Sin embargo, en el contexto en el que se
enmarca la novela de El nombre de la rosa,
la potencia como núcleo de formación y conservación de la cultura recaía en las
universidades, que ya contaban con un importante desarrollo en la ciudad, en
contraposición con la decadencia de las abadías. La conservación de libros
durante el medievo en los monasterios facilitó, en épocas de analfabetismo y
hambruna (por muy escasos que fueran los fondos de sus bibliotecas), la
pervivencia de saberes que han llegado hasta la actualidad. Cualquier mente
inquieta, con anhelo de una formación filosófico-cultural encontraba en las
bibliotecas monásticas su lugar. Pese a las diferencias con la fantasía de la
mente de Umberto Eco, estos lugares eran centros de meditación, de
enriquecimiento espiritual, focos de peregrinación y depósito de la doctrina.
El aura especial del libro, por su rareza, el saber que contiene, su dificultad
y su ardua preparación, se ha perpetrado hasta la actualidad, al igual que la
atmósfera de la silenciosa biblioteca en la cual, de forma individual pero en
comunidad, el estudiante se edifica interiormente en un camino ascensional e
inagotable hasta el saber.
“Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de
biblioteca”, Jorge Luis Borges
CARDENAL MONTERO, E., “El scriptorium altomedieval como vehículo de transmisión de la cultura”,
en: La enseñanza en la Edad Media (J.
I. de la Iglesia Duarte, coord.) (Actas
de la X Semana de Estudios Medievales. Nájera,
1999),
Logroño, 2000, pp. 403-413
ESCOLAR SOBRINO, H., Historia
de las bibliotecas, Madrid, 1985